Ocho
Esta vez, con su permiso, voy a contarles algo muy personal; algo irrelevante en el devenir del mundo, mínimo comparado con los grandes acontecimientos de la época, pero que a mí me toca en lo más profundo.
El pasado quince de junio hizo veinte años, acompañé a una gran dama a la muerte. Fui a buscarla a su casa, subí a un taxi con ella baldada por el dolor y la dejé en la entrada de urgencias de la clínica Puerta de Hierro. Me constaba que, después de haber caminado juntos durante tantos años, ya nunca volvería a verla andar. Pensaba que había sido un placer recorrer el primer tramo del camino a su lado. Era mi madre, Julia González González -viuda de Memba como puntualizaba ella-. Tal día como hoy, cuando el 6 de julio de 1990 moría, yo habría de comprender que, en lo que a mí se refiere, fue muchas más cosas amén de la autora de mis días. Me aficionó a la lectura y a buscar refugio en las películas; me acostumbró a pasear por Madrid y a comer en cafeterías; me infundió el orgullo, paralelamente a la justa creencia de que todas las personas son iguales; me convirtió a su alegría y a su tristeza; me enseñó, sobre todo, cómo se pelea por la vida. A decir verdad, exceptuando sus firmes creencias religiosas -que jamás logró inculcarme-, los cimientos sobre los que se alza mi existencia, fueron levantados por ella.
Aun siendo una mujer de otro tiempo -de cuando los padres ejercían una férrea autoridad sobre los hijos- en ella siempre tuve a mi mejor camarada, cómplice, amiga. Incluso cuando la negué como a un dios -presa yo de los absurdos afanes de la adolescencia- y blasfemé en nuestro pequeño reino sólo por molestarla, al salir a la calle, el cariño que nos profesábamos mutuamente, era la admiración de cuantos en verdad nos conocían. Todavía me parece ir a llevarle mis artículos con ilusión a la cama del hospital en que la dejaron esperando su final, porque la finada, antes de dedicarse a la enseñanza para que pudiéramos seguir viviendo, también fue periodista. Nadie recuerda ya los reportajes que escribiera en Journal des Voyages, la revista belga para la que colaborara. Eso sí, los que fueron sus alumnos, no la olvidan. Un lustro después, algunos aún me abordaban preguntándome por ella. Tampoco olvido yo su lección postrera, que me impartiera aquella triste tarde de junio del 90, cuando marchó a morirse por el pasillo de urgencias. De hecho, sus consejos siguen siendo la luz que me ilumina en las horas de desaliento. Sé que mi madre hubiese preferido que le encargara una misa, pero como sigo sin frecuentar la iglesia, va a su memoria este texto -escrito a imitación del buen español que hablaba ella-. De poder leerlo comprendería que, aunque todo sigue estando indeciso, su hijo sigue al pie del cañón, sin cejar en el combate por la vida.
(Aparecido originalmente el quince de junio de 1995 en el diario El Mundo)
Publicado el 6 de julio de 2010 a las 18:30.